En el centro, la Eucaristía

Queridos diocesanos:

La Eucaristía es el bien más precioso que tenemos los cristianos. Centro de la vida de todo cristiano y de toda comunidad cristiana es un misterio que hemos de conocer mejor para creerlo, celebrarlo y vivirlo, como nos ha recordado Benedicto XVI.

La Eucaristía es el don que Jesús hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. Es la manifestación mayor del amor de Dios por la humanidad. Si el amor supremo es la donación y la entrega de sí mismo por el bien del otro, en la Eucaristía celebramos, actualizamos y tenemos la entrega total, en cuerpo y sangre, de Jesucristo en Sacrifico al Padre por la salvación de la humanidad, su fin último. En la Eucaristía, Jesús no da ‘algo’, sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre; entrega toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Jesús es además el Pan de vida (Jn 6,51), que el Padre eterno da a los hombres. En la Eucaristía nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento. En el don eucarístico, Jesucristo nos comunica la misma vida divina. Se trata de un don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas de Dios, cumplidas más allá de toda medida. En la Eucaristía, Cristo se une con cada uno de nosotros, genera unidad y fraternidad, hace y edifica su cuerpo, la comunidad de los cristianos, la Iglesia. En la Eucaristía, presencia real de Cristo, el Emmanuel, el “Dios con nosotros”, se queda con nosotros de modo eminente. El amor humano es efímero, acaba con el tiempo; sólo el amor de Dios permanece. Todos nos abandonarán, sólo Dios, en la Eucaristía, permanecerá junto a nosotros por los siglos de los siglos. Por eso la Eucaristía debe ser lugar de encuentro, lugar donde el amor de Dios y nuestro amor se entrecrucen. A Cristo Sacramentado le mostramos nuestro amor respondiendo con el nuestro: es nuestra adoración.

Nos urge descubrir, conocer y acoger la riqueza contenida en la Eucaristía. Sólo así se avivará nuestra fe en ella, y nuestra fe en Dios, Uno y Trino, el Dios que es amor. Si creemos de verdad en la Eucaristía, esta fe nos ha de llevar a participar frecuentemente, y a hacerlo de un manera activa, plena y fructuosa, debidamente preparados. Conscientes de que la Eucaristía es principio de vida para el cristiano y para la Iglesia, hemos de recuperar la participación en la Eucaristía todos los domingos y fiestas de precepto, y hacerlo en familia. Nuestra participación en la Misa no ha de ser para cumplir una obligación, sino fruto de una necesidad sentida. Que bien lo entendieron aquellos cristianos de Bitinia, que, pese a la prohibición bajo pena de muerte de reunirse para la Eucaristía, fueron sorprendidos por los emisarios del emperador, a quienes contestaron: Sin Eucaristía no podemos existir. La vida de fe peligra cuando ya no se siente el deseo de participar en la celebración eucarística.

Pero no sólo hemos de creer y celebrar la Eucaristía, sino que hemos de vivirla en el día a día. “El que come vivirá por mí” (Jn 6,57). La Eucaristía contiene en sí un dinamismo que hace de ella principio de vida nueva en nosotros. El alimento eucarístico nos transforma y nos cambia misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; el Señor nos atrae hacia sí. La Eucaristía ha de ir transformando toda nuestra vida, privada y pública, en culto espiritual agradable a Dios. La vida cristiana se convertirá así en una existencia eucarística, ofrecida a Dios y entregada a los hermanos.

Con mi afecto y bendición,

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