HOMILÍA DE JUEVES SANTO 2013

Queridos hermanos todos:

La celebración anual de la Semana Santa es una ocasión de gracia que estamos llamados a agradecer a Dios, nuestro Señor; en ella somos injertados en el amor más grande, más limpio y el único eternamente duradero.

A la luz de este amor –le pedimos a la Virgen María- saber despertar a esta predilección divina, conscientes de que Dios no necesita nuestra respuesta, pero se complace –como Padre- en el amor de sus hijos. Este amor del que os hablo ya lo hemos comenzado a gustar cuando hemos recibido el perdón de Dios en el Sacramento de la Confesión estos días pasados; pero en este día –Jueves Santo- podemos y debemos ahondar en él.

Hoy queda sellada con cada uno la “nueva y eterna alianza” a través de la Sangre de Cristo; sí, Dios hace con cada uno un pacto que reviste novedad e irrevocabilidad. Es nuevo porque ha llegado ya la “plenitud de los tiempos” con la presencia entre nosotros del Hijo Único de Dios esperado por generaciones e irrevocable porque nada ni nadie puede desdecir lo que Jesús ha hecho de una vez para siempre. Sólo podemos romper esa alianza nosotros con nuestra libertad.

La Semana Santa es ocasión privilegiada –con la ayuda de Dios- para reavivar nuestras convicciones más hondas y hacer de ellas el verdadero motor de nuestra vida diaria como personas e hijos de Dios. Debemos detenernos, pues, para mirar el camino que cada uno ha recorrido hasta el día de hoy, considerar cómo estamos gobernando nuestra  vida y apuntar hacia el futuro más inmediato a la luz de esa “nueva y eterna alianza”. Todo ello lo hacemos recostados en la bondad de Dios que se hace don y regalo para quien se acerque a Él con deseo sincero de renovarse.

Hoy –Jueves Santo- resuenan en nuestro interior más fuertemente las palabras de la Consagración de la Misa; hoy tienen como un “acento particular”, si podemos hablar así. Cuando escuchemos esas palabras de Cristo nos veremos como “metidos” en la Última Cena, día de la Institución de la Eucaristía, del amor fraterno y del sacerdocio.

La centralidad de esas palabras y su contenido no pueden pasar por nosotros como si fuera otro día del año. Ya os lo señalaba antes, estamos ante la “nueva y eterna alianza”.

Quisiera subrayar tres aspectos de esas palabras de Cristo, situadas en el contexto –como hemos escuchado hace un momento- de quien “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”:

Jesús nos dice: “Tomad y comed”, “Tomad y bebed”. ¡Cuántas veces lo hemos escuchado en este lugar! En estas palabras del Señor advertimos su donación y pasión por nosotros: somos el objeto de su amor. Ya nos lo decía “a vosotros no os llamo siervos, os llamo amigos”. El Señor no vivió para sí, no hizo milagros para quedar bien, no enseñó a las multitudes para ser admirado y pasar a la historia; el Señor lo hizo por ti y por mí: “he venido para que tengan vida y vida en abundancia”.

“Tomad y comed, tomad y bebed”, ¿no percibimos en ellas una llamada fuerte a salir de nosotros mismos (prejuicios, rencores, egoísmos)  y vivir para los demás de un modo más claro y decidido? ¿Acaso estas palabras del Señor no nos mueven a cultivar y hacer crecer el amor conyugal, así como la educación de nuestros hijos especialmente en su tiempo libre? ¿Estas palabras del Señor nos ayudan a cuestionarnos si nuestro día a día es un don para el prójimo, sea quien sea?

Queridos amigos: cuando nos levantamos por la mañana deberíamos tener en el alma y en los labios esas mismas palabras de Jesús para poder traducirlas en obras durante el día que tenemos por delante. No podemos renunciar a ello si queremos vivir una vida auténtica.

El Señor sigue diciéndonos: “esto es mi cuerpo que se entrega/ mi sangre que se derrama”. El amor presupone sacrificio y esto es lo que nos expresa el Señor: cuerpo entregado y sangre derramada. Jesús lleva a término en estas palabras lo que ya venía anunciado en su nacimiento: “se llamará Jesús, por que salvará a su pueblo de los pecados”. Su mismo nombre, pues, indica claramente su misión: rescatarnos, salvarnos, librarnos de lo que no podemos por nosotros mismos: de nuestros pecados. Éstos son los  que oscurecen el amor fraterno, la amistad con el Señor y cierran las puertas a la bienaventuranza eterna. Una vez experimentamos la cercanía de Cristo, su amor por nosotros y le recibimos en la Eucaristía, entonces nos vemos capaces –por su gracia- de amar limpiamente a los demás, de entrar en comunión con Jesús aquí y ahora y de tener una mirada serena acerca de la vida eterna.

Jesús ha sido obediente al Padre llevando a término la obra que Él le había pedido: “que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo” mediante su cuerpo entregado y sangre derramada. ¿Somos conscientes del precio que ha pagado Cristo por cada uno y de la dignidad de cada ser humano sea quien sea? ¿Nos damos cuenta y nos aporta paz en la tribulación lo que valemos a los ojos de Dios? ¿Somos también nosotros obedientes  al Padre a través del cumplimiento de sus mandamientos y del Evangelio para poder  rescatar también a otros de lo que aparta de Dios y llevarles a la vida con Cristo?

Finalmente, el Señor nos manda: “haced esto en conmemoración mía”. El sacerdocio que Él instituyó en la Última Cena es garantía de la realización de ese mandato; los sacerdotes,  diciendo esas mismas palabras hacemos las veces de Cristo en medio de los hombres. ¡Cuánto debemos rezar por nosotros los sacerdotes para que seamos  recuerdo fiel de Cristo para todos los cristianos y hombres de buena voluntad! Del mismo modo, la oración para que no falten ministros consagrados debe ser para todos algo vivo.

Pero, más allá de la referencia sacerdotal de esas palabras del Señor, las palabras “haced esto en memoria mía” suponen una invitación para todos a no olvidar a Cristo en el día a día de nuestra vida y a participar en la Eucaristía diaria y dominical. Estas palabras del Señor nos quieren llevar a no olvidar nuestra verdadera raíz: hemos sido creados por Dios y salvados por Él; y esto no podemos dejar que se nos olvide, sino que es motivo para hacerlo constantemente presente para vivir de ello y guardarlo como certeza fuerte en el corazón. Quien guarda memoria de Cristo sabe vivir con paz y espera la eternidad como premio inmerecido.

El Señor les dice a los Apóstoles: “Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo”. Queridos hermanos: ya tenemos el programa de nuestra vida.  Nos lo ha resumido Jesús en las palabras de la consagración. Pero Él no nos pide imposibles, por eso nos regala la Eucaristía para que tengamos el alimento necesario para poder llevarlo a cabo y vivamos una vida auténtica, lejos de la superficialidad de aquello que se nos presenta en cada momento como oportunidad fácil.

La vigilia de oración de esta noche nos ayudará a interiorizar todas estas enseñanzas recibidas de Jesús; permanezcamos a la escucha del Maestro que nos llama e invita a estar con Él. Amén.

D. Luís Oliver Xuclà.  28 marzo de 2013.

Parroquia Sagrada Familia. La Vilavella. Castellón.

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