HOMILIA EN LA FIESTA DE LA TRASLACIÓN DEL SEÑOR

Queridos hermanos:

La celebración de la fiesta de la Traslación del Señor tiene para todos nosotros –en este año- un acento singular: la culminación de las obras de rehabilitación de las dos fachadas y torre campanario nos llenan de inmensa alegría, cuando el eco del nuevo sonido y figura de las campanas restauradas todavía está presente de un modo vivo en nuestra memoria.

Del mismo modo que nuestros antepasados hace tantos años emprendieran la gigantesca obra de construcción de este templo y que nuestros mayores en este siglo pasado acometieran reformas intensas en su interior, también a nosotros nos ha tocado el hermoso cometido de preservar y cuidar aquello que con fe, sacrificio y generosidad llevaron a cabo esos hermanos nuestros.

Pero es necesario ahondar en aquello que hemos llevado a término, para no quedarnos simplemente en la superficie de lo acometido; la realidad de las cosas va más allá del puro dato o comprobación de nuestros sentidos.  Por ello, os invito en esta tarde a reflexionar y considerar qué nos dice y aporta la presencia del templo en nuestro pueblo: sólo así obtendremos la medida justa de las obras concluidas.

Todos nuestros pueblos –en la geografía occidental- llevan el sello de estos edificios sagrados, estos espacios singulares que toman formas diversas según las costumbres y culturas de sus gentes.

Pero más allá de esa diversidad estética, la presencia de los templos en todos los lugares donde el hombre está presente pone en evidencia el carácter transeúnte del hombre, su condición de peregrino; en efecto, todos nosotros al tomar contacto con el interior de este lugar sabemos que aquí convivimos –si podemos hablar así- con realidades que no son de este mundo (la Virgen María, los santos, la Palabra de Dios, la Eucaristía), sino más bien de otro que intuimos como casa definitiva. Este no es un edificio funcional como los demás, sino que tiene una arquitectura bien definida que lo hace único, como único es lo que aquí reside y encuentra el hombre que acude a él. Así mismo, es propio del peregrino la experiencia de los personales límites en ese recorrido que les es propio; del mismo modo, el hombre sabe que esos límites fruto de su condición de criatura no se superan o se reconducen en cualquier ámbito, sino que necesita espacios –como este – que le manifiesten que esas fragilidades no son la palabra definitiva sobre su vida y destino, sino que encuentran sentido pleno a la luz del plan providente trazado por su Creador.

Esos límites, queridos hermanos no son otros que el sufrimiento, la enfermedad, la muerte, el fracaso, la soledad, la envidia, la codicia, la pereza y demás expresiones de  la frágil condición humana, de la cual nos olvidamos tantas veces.

Queridos hermanos: Somos peregrinos, sí, pero los templos se alzan como nuestra verdaderas posadas que nos reconfortan para perseverar en el camino y nos recuerdan que todo lo que necesita el hombre para alcanzar la plenitud y sobreponerse a las dificultades no se compra o se consigue de cualquier modo, sino que madura y se vigoriza en estos oasis donde se cultiva lo más grande de la persona, su espíritu.

Ese espíritu no se contenta con cualquier cosa que le ofrezca el día a día o sus logros personales, sino que lleva dentro de sí –también como experiencia fuerte- una huella que le impulsa a buscar y desear lo grande, lo hermoso, lo bello, lo auténtico. El hombre es capaz de hacer muchas cosas espléndidas, de lo cual es expresión este templo, como tantos que jalonan nuestros pueblos y ciudades. Esta arquitectura pone de manifiesto algo muy singular: el hombre apunta con su espíritu al cielo, lo desea; esto es lo que le hace grande, único e irrepetible. Las grandes columnas, los altos techos, la altura del campanario quieren como tocar o llegar a ese cielo que se presume como descanso de las fatigas, consuelo en la adversidad y deseo de llenar el corazón. El repicar de las campanas es la llamada sin excepción a todo hombre para que despierte el espíritu –tantas veces anegado por otros deseos o aspiraciones- a lo auténtico, bello y justo para su corazón. Los templos, en definitiva, manifiestan que el hombre posee un alma gigante que es capaz de soñar y hacer cosas muy grandes y nobles. Los santos son la prueba más palpable.

La vida humana, pues, se encuentra en la tensión constante entre la fragilidad de su condición de peregrino, que experimenta de tantos modos y ante la cual el hombre se siente tantas veces impotente, y el ansia de infinito o de plenitud que no puede sofocar. Ése es el hombre, nuestros mayores, jóvenes y niños.

Ante esta realidad, ante la cual las coordenadas culturales actuales del consumo, la comodidad o el laicismo procuran difuminar, Dios ha respondido. Sí, Dios no se ha desentendido de la obra de sus manos, que somos cada uno de nosotros. Dios no se ha limitado a darnos la vida para que hagamos lo que podamos; Dios no contempla con frialdad desde el cielo el camino y el devenir de sus criaturas; Dios no es el arquitecto que realizó la obra de la creación y se fue. Justamente lo que hoy estamos celebrando es lo contrario: Él está aquí permanentemente desde hace XXI siglos y habita en el interior de este templo construido por sus criaturas, sus hijos. Él sabe que le necesitamos, Él conoce mejor que nosotros nuestra vida, Él sabe que no podemos caminar solos. Su presencia en este lugar, pues, es fruto de su bondad.

Él está aquí como médico y amigo. En nuestra condición de peregrinos frágiles que convivimos con nuestras limitaciones Él se presenta como el Alimento en la Eucaristía, como quien sana las heridas del camino en la Confesión, quien nos habla constantemente a través de su Palabra, quien derrama los dones de la fe, esperanza y caridad para que podamos revestirnos de una fuerza que no es nuestra para este andar que –bien sabemos- a veces se muestra áspero por sus cañadas oscuras del dolor, la enfermedad, la soledad, los fracasos o las propias rebeldías o pecados. Y es el amigo fiel, que no abandona aunque le abandonemos; que perdona aunque sabe que volveremos a ofenderle; que está con nosotros aunque no estemos con Él; que escucha, aunque no le escuchemos. Este médico y amigo nos habla, porque es “el Maestro que no enseña una sabiduría aprendida de otros, sino que Él mismo es el que ha trazado el camino y conoce todos sus entresijos”, decía Benedicto XVI en Madrid. Venimos aquí una y otra vez a aprender de Él y escuchar de sus labios lo que verdaderamente conduce el corazón y lo gobierna para su bien.

Ese hombre del que hablaba antes que deseaba tocar el cielo, ya lo hace: porque Dios ha venido a estar con nosotros, y así  el cielo le ha tocado a él. De ahí la fuerte expresión de la Escritura: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.

El templo, finalmente, evoca que no podemos seguir a Jesús “en solitario”, como nos decía el Papa Benedicto XVI en Madrid hace unas semanas, sin correr el riesgo “de no encontrarle o hacernos una imagen falsa de Él”. Ese es el peligro del “creo, pero no practico” de tantos hermanos nuestros que terminan sujetando su fe a la propia medida, no a la de Dios.

Por todo ello, los fieles de esta parroquia conscientes de esta realidad, cuidan de un  modo ejemplar el interior de este templo porque saben que su Creador, Médico, Amigo y Maestro está aquí para su bien.

Pero para hacer justicia a lo que este templo contiene, si podemos hablar así, era necesario revestirlo proporcionadamente de la belleza exterior que merece. Ésta es la gran obra que hoy nos llena de alegría: hemos embellecido la Casa de Dios, nuestro Amigo fiel ante quien vivimos los momentos más importantes y sublimes de nuestra propia vida: los de máxima alegría en el nacimiento y bautismo de nuestros hijos o de promesa de amor fiel hasta la muerte por medio del sacramento del matrimonio y también los de dolor cuando presentamos ante este médico divino las almas de  nuestros hermanos difuntos a la vez que las heridas de nuestras lágrimas por cada uno de ellos.

Hemos querido responder a Dios que nos cuida con gratitud a través de estas obras de restauración, para que por su belleza y el nuevo repicar de las campanas llamen y despierten a todos los jóvenes y menos jóvenes a reposar y descansar el corazón en Aquél les conoce y no se contenten con una vida mediocre abocada tantas veces a la frustración o sinsabor de esperanzas que van y vienen.

Demos juntos gracias a Dios. Renovemos ante Él nuestro de deseo de edificar un pueblo de familias unidas en torno a su presencia; sólo así tendremos un presente y futuro próspero. Cuidemos de Él y su ayuda no nos faltará. Amén.

 

D. Luís Oliver Xuclá. Párroco.

La Vilavella, 11 de septiembre de 2011

 

 

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