HOMILÍA EN LA MISA EXEQUIAL DE CONCEPCIÓN XUCLÀ

Queridos hermanos sacerdotes, muy querida familia y  queridos hermanos todos:

Durante varios meses hemos acompañado a mi madre con la oración, la compañía y el afecto más sinceros de nuestro corazón; hoy la acompañamos con la obra más grande en la cual puede cooperar la criatura: la celebración de la Santa Misa. Sí, queridos amigos, estamos aquí para que el Señor- que dentro de unos minutos estará sobre este altar- vuelque sobre el alma de mi madre toda su bondad, la purifique de sus faltas y la admita a su presencia, a vivir con Él por años sin término.

No pedimos, pues, cualquier cosa. Estamos suplicando -como hijos- a Dios, nuestro Padre  que lleve a buen término la obra que Él inició en mi madre el día de su bautismo, y ese término es el gozar de Dios y de la compañía de los santos cara a cara. No es, por tanto, la celebración de esta mañana una simple memoria compartida expresada en sentimientos buenos y nobles de amistad. Además, la Virgen María – cuya memoria hoy celebra la Iglesia- también nos acompaña, nos mira y escucha.

Toda esta grandeza del don divino y de la presencia aquí del Señor contrasta con nuestros sentimientos y afectos, que nos llevan a llorar su ausencia física entre nosotros. Así como Jesús lloró ante la tumba de su amigo Lázaro, también nosotros sentimos hondamente su partida; todos estos meses de enfermedad nos han ayudado y conducido a quererla –más si cabe- y por eso su muerte  nos resulta más dolorosa. Cuando consideraba en estas horas pasadas esto que os estoy diciendo que me afecta a mí y también a vosotros, pensaba también en aquellas palabras de Santa Teresa de Jesús, que oí tantas veces de labios de mi madre: “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”. Queridos amigos todos: estas palabras de la santa de Ávila han forjado humana y espiritualmente la vida y el final de su estancia con nosotros, de un modo singular.

 

 

“Nada te turbe, nada te espante”. Sobre el carácter vigoroso, tenaz, trabajador y pragmático de mi madre, el Señor edificó desde el día del bautismo  con la inestimable ayuda y ejemplo  de sus padres el pilar de la fe. Una fe que- como nos decía el Papa Benedicto XVI hace unos años- no es una simple decisión ética, sino una gracia de Dios que llama una y otra vez a la amistad con Cristo para convertirnos en sus íntimos, a la cual el hombre  puede o no adherirse. El don de la fe- unido a esas sólidas virtudes humanas a las que me refería- ha hecho posible que ella pudiera decir con pleno convencimiento esas palabras que tantas veces meditó desde pequeña en la escuela y que le han acompañado hasta hace unos días. Quien cree no está solo, nos decía el Papa en otra ocasión; nosotros hoy no estamos solos, ni ella hoy está sola. Que la fe nos enseñe también a considerar y ver en todos los acontecimientos de nuestra vida la misteriosa presencia del Señor que no nos deja, no nos olvida, sino que nos hace capaces sobrellevar todos los afanes de cada día con la paz y la compañía de Dios. Así, en Cristo y con Él se enraíza en nuestra persona –como hemos visto en ella- la convicción constante de que nada ni nadie nos puede turbar ni espantar.

“La paciencia todo lo alcanza, Dios no se muda”, proseguía la Santa en esas palabras que señalaba. Ciertamente sabemos que mientras estamos de camino hasta el encuentro definitivo con Dios debemos hacer frente a numerosas situaciones que requieren por nuestra parte poner en ejercicio la fortaleza humana, la paciencia perseverante. En otras palabras, la cruz está presente en nuestra vida de un modo u otro, no vivimos exentos de la prueba del dolor y el sufrimiento. La esperanza, don de Dios, que ella recibió en el bautismo le aportó en tantos momentos de su vida la paciencia, fortaleza y perseverancia que necesitaba como esposa, madre de familia y abuela. La esperanza es, queridos amigos, fiarlo todo, todo a Dios en todo momento, sabiéndonos pequeños y confiados en que Él sabe más y no nos suelta. Es bueno, dice la Escritura, esperar en silencio la salvación de Dios, la gracia de Dios; ella esperaba en su diálogo diario con el Señor y en la recepción diaria del sacramento de la Eucaristía esos dones para afrontar  su propia cruz de cada día y ayudar a su familia a llevar la suya, cargándola como propia.

 

 

“Quien a Dios tiene nada le falta”, queridos amigos. Esta es la verdadera grandeza de nuestra fe: tenemos con nosotros a Dios mismo o mejor, tenemos el amor de Dios en nuestro interior por la caridad recibida en el bautismo para colmarnos de la alegría de sabernos queridos por Él sin mérito nuestro. “Me amó y se entregó por mí”, dirá el apóstol Pablo para resumir en brevísimas palabras su encuentro y experiencia de Cristo. Mi madre bebía de este amor de Dios, este Dios a quien encontramos principalmente en la Palabra de Dios y en los Sacramentos.

¿Acaso no recordaremos a mi madre ante todo como una persona con una alegría honda, que le nacía del alma? Sin lugar a dudas, que era una persona optimista que movía a sentirse bien a su lado; pero el carácter no basta, queridos amigos: hace falta que el Señor esté en nuestro corazón, en el alma, para poder realmente dar aquella alegría que perdura en el tiempo y no está sujeta a las circunstancias. Esa alegría que es como un imán que atrae la amistad de tantos cuantos conoció y estáis aquí en esta mañana. Se supo querida por Dios, os decía; y por eso, supo querernos a su esposo, hijos, nietos y toda la familia de un modo singular, su verdadera pasión. Cuánto nos queda, a nosotros  por recorrer en la escuela del amor de Dios y al prójimo en esta vida que caminamos como peregrinos.

Pero ella –como todos nosotros- se sabía frágil y pecadora. Hoy estamos aquí para pedir justamente que Dios la purifique con la Sangre de su Hijo Único. Con razón recibía con frecuencia en Sacramento de la Confesión, porque quería ser fiel al Amor, con mayúscula. También en estas últimas semanas me pedía: “Luis, ayúdame a rezar el Via crucis”, “Luis, ayúdame a rezar el salmo 50”. El Señor le concedió también este regalo, saberse y reconocerse pecadora para poder estar más cerca de Él, para decirle a Él con voz clara: “cuanto más frágil me sé, más te necesito, Señor”.

Queridos hermanos: ¿nos puede sorprender a la luz de esta vida plena que viviera los últimos meses de su vida con la misma alegría, paz, optimismo, fortaleza con que vivió a lo largo de su vida? La enfermedad que le ha llevado a la muerte no ha hecho sino hacer emerger lo que realmente había en el interior de mi madre. Los cristianos no despreciamos la muerte porque ciertamente es un mal, sino que cuando experimentamos la fragilidad de  nuestras fuerzas físicas que pueden llevarnos a la muerte oímos en  nuestro interior la voz del Señor que nos dice: “he aquí, que estoy a la puerta y llamo, si me oyes y abres entraré y comeremos juntos”, como nos recuerda el libro del Apocalipsis. Así, lo comprendió ella y acogió su enfermedad: como la visita del Esposo eterno que venía a buscarla. Poco a poco fue comprendiendo que realmente era así: que venía a buscarla para siempre; pero Aquel que venía no era un desconocido, sino su Señor, su Amado, a quien ya conocía por ese trato asiduo con Él en la oración y en la Eucaristía. Por todo ello no perdió la alegría ni la paz; estaba edificada sobre roca firme.

También hoy a nosotros nos visita el Señor que se muestra siempre encontradizo para quien le busca con sinceridad y nos pregunta: ¿sobre qué o quién edificas tu vida? ¿estoy a tu puerta llamando: me oyes, abres y comemos juntos? Aquí está el secreto, fácil por otro lado, de una vida plena, justa, bella y lograda: dejar que el Señor día a día sea realmente nuestro Pastor.

Queridos amigos: Dios nos ha dado un regalo grande con la vida y el final de la vida de mi madre. A nosotros nos toca administrar esa herencia humana y espiritual que hemos podido disfrutar estos 66 años.

Os decía al inicio, que hoy la Iglesia celebra la memoria de la Presentación de la Virgen en el templo. La Virgen; en estos meses no he visto una sola vez a mi madre en cama sin el Santo Rosario en sus manos. Ella hoy le devuelve el cariño mostrado, presentándola en el Templo eterno, edificado por Dios para siempre. Demos juntos gracias a Dios. Amén.

 

D. Luis Oliver Xuclà.

Parroquia San Vicente Mártir de Sarrià.

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