HOMILÍA JUEVES SANTO

Queridos hermanos:

Esta celebración de Jueves Santo nos introduce de lleno en el océano de la bondad de Dios; en estos días hemos tenido ocasión de dejarnos lavar, como los apóstoles, para participar con fruto en estos días santos, días de gracia que deseamos aprovechar para renovar nuestra vida cristiana. Hoy, mañana y el domingo dejamos nos distanciamos de nuestros quehaceres más habituales para poder contemplar en toda su grandeza el misterio de un Dios que se abaja para levantarnos, un Señor que se humilla para engrandecernos, un Siervo que entrega su vida por nuestro bien temporal y eterno. ¡Cuánta falta nos hace –si lo pensamos bien- esta Semana Santa para tomar aire, ver las cosas desde Dios, no acostumbrarnos a su presencia amorosa, considerar lo que tenemos que corregir y mendigar las fuerzas para ello al mismo Señor, Creador nuestro!

En este día, nuestro asombro se instala en el Cenáculo; es el mismo asombro del apóstol Pedro que no comprende cómo puede el Señor llegar a tanto por él: ¿lavarme los pies a mí? Sí, hermanos es el estupor de la fe ante el rostro de un Dios que muestra su omnipotencia haciéndose Siervo, que hace uso de su poder para amar, sólo para eso. A nosotros nos ha lavado, como os decía, en el sacramento de la confesión: tantas veces cuantas nos acerquemos a Él podremos experimentar que Jesús nos manifiesta su amor perdonándonos. Jesús se abaja a lavar nuestras miserias una y otra vez, aunque sean siempre las mismas o aunque pensemos –humanamente- que no merecemos el perdón por nuestra ingratitud y olvido de Dios.

Pero el Señor hace eso con el apóstol Pedro, con los demás apóstoles y con nosotros para dejarnos ejemplo: “también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también los hagáis”. El Señor, nos manda pues lavarnos los pies los unos a otros, nos manda considerar lo que ha hecho con nosotros para que lo pongamos en práctica. Nos pide, en otras palabras, amarnos hasta el extremo; dicho de otro modo: nos manda ser humildes, serviciales y sacrificados  para poder amarnos de verdad lo unos a los otros.

¿Qué significa esto en nuestra vida de todos los días? ¿Cómo llevar a cabo este mandato del Señor para que el Jueves Santo no sea simplemente un conjunto de buenas intenciones que se van deshaciendo con el paso de los días y con los vientos de nuestra fragilidad y los afanes del mundo?

Lo distintivo de un bautizado no es la fe, no basta con la fe. Ésta es la puerta, solamente: la que distingue a un cristiano- lo estamos viviendo hoy- es la caridad. Ya nos lo decía el Señor: “En esto conocerán que sois discípulos míos, si os amáis los unos a los otros”. Una fe, digámoslo una vez más, sin obras, es una fe muerta.

Queridos hermanos: el amor fraterno tiene su inicio en el reconocer que todo hombre ha sido creado por amor; y, como todos hemos aprendido en el Catecismo, somos imagen y semejanza de Dios. En otras palabras, todo ser humano –solemos decir- tiene una dignidad. La huella del Creador ha sido impresa en el corazón de todo hombre; cada ser humano desde su concepción hasta su muerte natural tiene un algo sagrado, que expresamos por ejemplo en nuestro asombro al ver un recién nacido: estamos ante algo que nos supera, nos asombra, vemos que no sólo es obra nuestra. ¿Nos ayuda, pues, considerar que todo hombre tiene una dignidad  a no despreciar a nadie por razón de su condición social, responsabilidad laboral, raza, religión o ideología política? ¿Nos acostumbramos a menospreciar o a tener en menos a los demás porque no actúan según nuestros parámetros? ¿Nos volvemos insensibles ante tantas calumnias, difamaciones, críticas o deshonras que salen en la televisión o en los periódicos?

Pero el amor fraterno tiene lazos más fuertes: hemos sido bautizados. Esto supone que pertenecemos todos a la misma familia: la de los hijos de Dios, la Iglesia. El “otro”, por tanto, es uno que me pertenece, a quien estoy llamado a considerar no por lo que tiene sino por lo que es; el prójimo no es simplemente fulanito o menganito, sino que está sentado a la mesa de este Cenáculo con nosotros  y con Cristo. Queridos hermanos, nos conocemos todos, pero ¿nos queremos todos? Nos tratamos, pero ¿con misericordia  o dependiendo de las circunstancias? Nos hablamos, pero ¿nos crucificamos con nuestros juicios y comentarios? Nos encontramos ¿pero sólo con los nuestros, los míos, los que son como yo, los que piensan como yo? Nos ayudamos, pero ¿hasta dónde  y a qué precio? Nos defendemos, pero ¿hasta pagar con nuestra honra?

Nuestra fragilidad y el ambiente general nos mueven a buscar cada uno su interés, al individualismo; por ello, debemos estar vigilantes o mejor, no dar por supuesto un amor fraterno que no abarca la totalidad de nuestro corazón, de nuestro ser.

Finalmente, el amor fraterno, debe ser capaz de ver en el otro lo positivo que hay en él como  un don de Dios. Cada uno es irrepetible, ha sido creado por Dios de un modo único, con sus defectos y cualidades. Cuando vemos al prójimo con mirada limpia descubrimos en él dones de Dios que no tenemos y aprendemos tantas cosas fruto del ejemplo que nos da. ¿Realmente es así? ¿Valoramos como positivo lo del prójimo o la envidia nos corroe por dentro? ¿Cuántas veces nos comparamos con los demás para llegar a ninguna parte? ¿Las preocupaciones, cruces e inquietudes de los demás las hacemos nuestras? ¿Cuántas veces la afirmación “es que tengo razón” es un muro, una defensa o justificación para no perdonar de verdad o buscar nuestro interés, para no ser humildes o para no dar nuestro brazo a torcer?

Queridos hermanos: estamos ante un camino humano y espiritual exigente que debemos recorrer con valentía y autenticidad; de lo contrario de poco servirán –como nos recordaba el Beato Juan Pablo II- los instrumentos externos de comunión. Es decir, las numerosas fiestas, celebraciones, encuentros o –incluso- devociones que tenemos no dejarían de ser “medios sin alma, máscaras de comunión, más que sus modos de expresión y crecimiento”, empezando por el propio matrimonio, siguiendo por la familia y terminando por nuestras relaciones de amistad en el pueblo.

“Mirad como se aman”, decían los paganos refiriéndose a los primeros cristianos. Esta afirmación es  todo un desafío para nosotros, para que nuestro modo de vivir suscite en los no creyentes o no practicantes sana envidia, que les lleve a preguntarse por nuestra alegría y les atraiga a la comunión plena con Jesús. Habrán visto con sus ojos en nosotros que vale la pena seguir al Señor.

Al hacer este repaso de aspectos diversos del mandato del Señor de lavarnos los pies los unos  a los otros hemos constatado –seguramente- lo que nos falta, lo que nos queda por crecer todavía.

Sin embargo, no podemos olvidar lo que el Señor hoy nos regala: la capacidad de poder llevarlo a cabo. Él nos ha dado ejemplo, pero no de un modo frío y distante a XXI siglos: Él mismo se ha quedado en la Eucaristía como alimento y en el Sagrario como compañía  para convertirse en garante de ese amor que nos supera, de esa caridad que nos pide. ¡Qué descanso, entonces, saber que no estamos solos con nuestras propias fuerzas para llevar a cabo todo ello! ¡Qué paz tener la certeza que alimentándonos del Cuerpo y sangre de Cristo podremos amar de verdad y ser amados intensamente por los demás! ¡Qué hermoso poder contar con tantos y tantas que se hacen cargo de uno mismo de muchos modos en todo momento! Somos todos os ángeles de la guarda de todos. Eso es lo que le pedimos hoy al Señor Jesús: lleva a término este deseo y arranca de nuestra alma aquello que me separa de aquellos por quienes has muerto en la Cruz. Amén.

 

D. Luís Oliver Xuclà.

Párroco Sagrada Familia.

 

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