Homilía Jueves Santo
HOMILÍA DEL SR. PÁRROCO EN EL JUEVES SANTO
En este día, queridos hermanos, nuestra fe nos transporta a ese momento sublime de la última cena del Señor con los apóstoles; o mejor, esa última cena es la que se hace presente –como entonces- aquí y ahora. Las celebraciones cristianas no son una mera repetición de ritos sino un encuentro con Jesucristo que vive y nos hace participar de su misterio.
En esta última cena el Señor instituye el Sacerdocio, la Eucaristía y nos da un mandato: amaos los unos a los otros como yo os he amado. Bien sabemos, que sin sacerdotes que prediquen la palabra de Dios y hagan presente a Cristo especialmente a través de la Eucaristía, el amor fraterno sería algo sencillamente imposible para nosotros.
Queridos hermanos: el Sacerdocio, la Eucaristía y el amor fraterno son un verdadero don para nosotros: un regalo de este Señor a quien vemos hoy en las horas previas a su muerte y nos quiere dejar lo más precioso: su presencia. Nos había dicho: ya no os llamo siervos, os llamo amigos; y estos regalos de hoy son la prueba más fehaciente de su amistad.
A los sacerdotes el Señor nos ha elegido y dado la gracia mediante el sacramento del orden sacerdotal para ser sus servidores y mostrarle a los demás con nuestras palabras, con los sacramentos y con una vida santa; pero hemos sido tomados entres los hombres –pecadores, por tanto- y en tantas ocasiones no estamos a la altura que deberíamos siendo imagen transparente del buen pastor que da la vida por sus ovejas; por otro lado, los jóvenes no logran escuchar la voz del Señor para dedicar la vida a su servicio o les falta generosidad para ello, ante lo cual se resienten todos los hombres que andan en tantas ocasiones como ovejas sin pastor; faltan, en consecuencia más sacerdotes en la Iglesia para cuidar del pueblo de Dios. La necesaria santidad de los sacerdotes y la falta de vocaciones requieren de nuestra parte -como muestra de agradecimiento al Señor- que recemos y ofrezcamos sacrificios sin tregua, en este año especialmente, para que florezca de nuevo la vida cristiana de tantos hermanos nuestros que duermen en los bienes de este mundo. Esa oración se hace particularmente urgente –nos lo pide el Papa- por los sacerdotes enfermos, solos, desanimados o incluso por aquellos pocos que no han sido o no son buen ejemplo para el pueblo de Dios. A todos nos incumbe esta obligación cristiana por el bien de todos los hombres.
La Eucaristía es otro gran don que el Señor nos concede hoy y aquí está el Señor- después de XXI siglos- en el sagrario para acompañarnos; aquí está todos los jueves de una manera especial, desde las 16.00 hasta las 19.00; aquí está en Señor que se hace alimento a diario y cada domingo para nosotros; pero este regalo del Señor también se apoya sobre nuestra pobreza y debilidad: en tantas ocasiones encuentra frialdad, acostumbramiento, rutina que nos lleva a prepararnos poco para recibirle o a ser poco generosos en el tiempo que podemos pasar con Él. Sabemos que es nuestra fortaleza para hacer el bien, pero nos apoyamos demasiado en nuestras fuerzas. Por otro lado, son tantos los hombres y mujeres de nuestro pueblo que viven a diario como si el Señor no estuviera aquí realmente. Todo ello debería dolernos y movernos a pedirle perdón por nuestra ingratitud y rezar más por nuestros hermanos.
El amor fraterno podríamos considerarlo –sin más- como un mandato o una obligación que nos impone el Señor. Sin embargo, más allá de un imperativo los cristinos debemos entenderlo como un camino de vida auténtica; debemos recordarlo una vez más: hemos sido creados a imagen de Dios y Él es amor; así, nosotros llegamos a ser lo que verdaderamente queremos –si lo pensamos bien- cuando amamos de verdad, con todas las de la ley. De esta forma, el mandato del Señor del amor fraterno deviene un gozoso descubrimiento. En otras palabras: ¿acaso no recordamos los días de mayor alegría en nuestra vida como aquellos en los cuales nos hemos sabido amados por los nuestros y hemos mostrado a los demás el sincero aprecio que les teníamos? Así es, porque amar al Señor y al prójimo es lo que más ennoblece nuestra condición de criaturas y lo que nos hace realmente felices; todo ello nos hace participar del Amor de Dios, ahí ha estado y está nuestro gozo.
Pero el amor fraterno, la comunión entre nosotros también se apoya en vasijas de barro, en nuestra fragilidad propia de pecadores. Experimentamos muchas veces las mismas inclinaciones y limitaciones que los apóstoles nos muestran en su convivencia mutua y con el Señor; ellos eran hombres como nosotros, los primeros que escucharon estas palabras del Señor que hoy hemos hecho presentes en las lecturas. Ellos discutían por “el camino quien iba a ser el más grande en el reino de Jesús”; también nosotros tenemos en tantas ocasiones ese afán de ser más y tener más que nos separa de los demás y hace que surjan discordias y conflictos fruto de la vanidad, el protagonismo o la arrogancia de nuestro criterio o juicio; la muerte del Señor fue comprada por treinta monedas que ganó un apóstol; del mismo modo, el dinero y los bienes tan pasajeros nos deslumbran los ojos para acabar separando nuestras familias o matrimonios; los apóstoles vieron a otros que “echaban demonios en nombre de Jesús y se lo impidieron por no ser de los nuestros”: así a veces vemos a los demás como rivales, competidores o simplemente ideológicamente distintos, lo cual nos lleva a crear grupos y nos impide verles verdaderamente hermanos, amados también por el Señor.
No quiero dejar de mencionar con mucha brevedad otras manifestaciones de verdadero amor cristiano sobre las cuales debemos estar especialmente vigilantes para vivir como personas e hijos de Dios: la educación tenaz y responsable de los hijos y nietos; la atención esmerada a nuestros familiares enfermos; una sexualidad verdaderamente humana basada en el respeto de la persona y en el bien del prójimo; y, por último, la atención a los más pobres, que hoy son más debido a la grave crisis económica que padecemos.
Queridos hermanos:
El amor fraterno no es un mero sentimiento o una muestra de supuesta buena voluntad. En el amor fraterno nos jugamos el que nuestra vida esté llena o sea simplemente gris. De ahí la importancia de lo que estamos celebrando en este día y de la debida preparación con la que hemos acudido aquí hoy, después de obtener el perdón de Dios en el sacramento de la confesión. Hemos sido creados para llevar dentro el amor más puro y más bello no sólo para nuestro bien sino también para el bien de los que nos rodean todos los días; y ese amor está aquí, en el sacramento del altar, en la Eucaristía, el amor de los amores. Este es el manantial edificado por Cristo para nosotros peregrinos y pecadores que queremos vivir en plenitud.
Pero nos hemos dado cuenta de lo que supone amar a la luz del ejemplo del Señor: hoy asistimos a su Cuerpo entregado y a su Sangre derramada –verdadero sacrificio- para poder también hacer nosotros lo mismo a diario con los nuestros.
Digámosle ahora y esta noche al Señor que no nos queremos separar de Él, puesto que sólo junto a su Persona estamos realmente bien; digámosle ahora y esta noche al Señor que queremos amar al prójimo como el nos ha amado, pero que nos cuesta y a veces mucho; presentemos al Señor nuestro deseo diario de no vivir para nosotros mismos sino para Él y para los demás haciendo de nuestra vida un don constante a través del sano olvido de nosotros mismos. Y manifestemos ante Él tantas veces cuantas haga falta nuestras faltas de amor, para que nos cure, nos sane de nuestras dolencias y podamos volver a querer a los demás como debíamos. Así experimentaremos el perdón del Señor, que es la otra cara su amor verdadero por nosotros; así sabremos perdonar también nosotros a los que nos ofenden.
Este es el camino que nos propone el Señor a través de la Iglesia, una vez más, para que podamos acogerlo con nuestra libertad y formar con mayor intensidad una verdadera familia y mostremos lo que es en realidad la Iglesia: el hogar del amor de Dios en la tierra. AMÉN.
D. Luís Oliver Xuclà
La Vilavella 2010.
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